Decolonialidad vs. neocolonialidad: claves epistémicas de la identidad latinoamericana

Decoloniality vs. neocoloniality: epistemic keys to Latin American se Álvarez-Galeano

Carreras de Pedagogía, Currículo y Didáctica de la Educación Básica y de Educación Inicial, Universidad Católica de Cuenca, Cuenca, Ecuador

https://orcid.org/0000-0002-9911-2496

* manuel.alvarez@ucacue.edu.ec

Recibido: 26 de octubre de 2023 Aceptado: 5 de abril de 2024 Publicado: 15 de julio de 20ss24

Resumen

Se presenta una reflexión cualitativa, con enfoque descriptivo no experimental ysssss un diseño hermenéutico, con el objetivo de identificar claves epistémicas de la decolonialidad, por medio de la transversalidad ontológica del sentido latinoamericano. Así, se subraya la pregunta-problema: ¿cómo se entiende, epistemológicamente, la decolonialidad, desde el sentido ontológico latinoamericano en contrapunto al neocolonialismo?, cuya línea de argumentación es la reconstrucción opositiva con la neocolonialidad desde el ámbito sociocultural de Latinoamérica y el reconocimiento de la otredad, como forma de alteridad intersubjetiva y como segmento significativo del sur global, de manera que se aborda la perspectiva fenomenológica de la aculturación, la racialización y el conflicto identitario, por medio de diversos aportes teóricos de estudiosos sociales. Se concluye, principalmente, que la oposición descubrimiento-invasión de América dio paso a la problematización sobre encuentros culturales que formaron un nuevo paradigma de divergencia que dio base a una concepción de identidad latinoamericana; asimismo, se explica cómo la neocolonialidad se apoya en registros de dominación económica, social y se presenta la necesidad de dilucidar formas habituadas del supremacismo racial y cultural, dentro de una plataforma de aboriginalidad que demanda nuevas luces para comprender las fijaciones epistémicas del territorio, no como espacio geográfico, sino una consonancia entre la exterioridad y la interioridad que confluyen en una forma de heterogeneidad desde el factor identitario. Frente a estas precisiones, se muestra una preocupación de la comunidad científica y los grupos de resistencia tradicionalmente oprimidos.

Palabras clave: colonialismo, decolonialidad, epistemología, identidad, Latinoamérica, ontología.

Abstract

A qualitative reflection is presented, with a non-experimental descriptive approach and a hermeneutical design, with the objective of identifying epistemic keys of decoloniality, through the ontological transversality of the Latin American meaning. Thus, the question-problem is highlighted: how is decoloniality understood, epistemologically, from the Latin American ontological sense in counterpoint to neocolonialism?, whose line of argument is the oppositional reconstruction with neocoloniality from the sociocultural sphere of Latin America and the recognition of otherness, as a form of intersubjective alterity and as a significant segment of the global south, so that the phenomenological perspective of acculturation, racialization and identity conflict is addressed, through various theoretical contributions from social scholars. It is mainly concluded that the discovery-invasion opposition of America gave way to the problematization of cultural encounters that formed a new paradigm of divergence that gave rise to a conception of Latin American identity; Likewise, it explains how neocoloniality is supported by records of economic and social domination and presents the need to elucidate habitual forms of racial and cultural supremacism, within a platform of aboriginality that demands new lights to understand the epistemic fixations of the territory, not as a geographical space, but a consonance between exteriority and interiority that come together in a form of heterogeneity from the identity factor. Faced with these clarifications, there is concern on the part of the scientific community and traditionally oppressed resistance groups.

Keywords: Colonialism, Decoloniality, Epistemology, Identity, Latin America, Ontology.

Introducción

Cuando se aborda en las ciencias sociales conceptos dicotómicos para establecer un cuadro fenomenológico, lo más usual es suscribir principios basados en la perspectiva del poder, con la subyacencia de la dominación y la hegemonía. Asimismo, se estima una predominancia de los factores económicos y culturales, con la medida de la política; a este paradigma no resultan ajenos términos como la decolonialidad, en contrapunto a la colonialidad y el colonialismo, así como las prácticas entendidas como capitalistas, desarrollistas y neoliberales, ante lo que se expone la necesidad de establecer coordenadas epistémicas que faciliten el discernimiento y zurcir algunas grietas que la tradición científica ha configurado. Esto se da en función del objetivo de la presente investigación: identificar claves epistémicas de la decolonialidad, por medio de la transversalidad ontológica del sentido latinoamericano.

El reto de la sociedad del conocimiento está —o debería estar en su plenitud— suscrito con el pensamiento crítico como derecho fundado en la expresión y la libertad, sobre todo en tiempos reivindicatorios en que se ha asumido la exigencia global de sobrepasar la barrera de lass quebradas intersubjetividades entre individuos y culturas. Esto surge merced a la predominancia de una civilización o raza sobre otra, como dejo del supremacismo que ha sido combatido desde el constructo de los derechos humanos y que, si bien tiene antecedentes en experiencias de dominación societal, económica y política, ha discurrido en nuevas formas y sofismas que ensanchan aún más las fisuras relacionales, como es el caso del patrón eurocentrista en el caso latinoamericano.

Conceptos como Tercer Mundo alientan la determinación aparentemente infranqueable que permea el tópico de la pragmática sociocultural más que atender a una mera entidad semáántica. En este punto, la idea de un sur global entiende una definición en el diálogo poscolonial para referirse al amplio sector geopolítico tradicionalmente empobrecido por el gesto preceptivo de la matriz colonial del poder. Ante esto, empresas de resistencia de grupos indígenas y marginados, así como las esferas política y académica, han ocupado un espacio dialógico y programático de la interculturalidad, la plurietnicidad y la reivindicación de los pueblos, en la axiología y el marco de los derechos.

Desde dicho panorama, los estudios tenidos en cuenta para estas reflexiones cubren la segunda mitad del siglo XX y lo corrido del XXI, considerando que la problematización epistemológica en la comunidad científica comprende dicho rango y, de aplicarse desde una oscilación temporal inferior, podría correrse el riesgo de estribar vacíos que no respondan al propósito que se ha planteado. Por consiguiente, se procura abordar de manera solidificada los conceptos y que no se quede en una configuración de antecedentes que no respondan al núcleo de discusión.

En consonancia con lo manifestado, se reconoce la importancia de textos que abordan la noción de mestizaje desde la sincronía de la aboriginalidad, de Briones (2002), y una perspectiva del concepto trascendente de la identidad en los territorios culturales y geopolíticos desarrollada por Brubaker y Cooper (2005), que se complementan con los estudios de la otredad desde la conquista y la colonia en América, de Todorov (1987) al igual que O’Gorman (1954). Se inicia con una discusión sobre la dinámica historicista de la conquista y la colonia en América, a través de un paralelo entre la denominación de descubrimiento, invasión o encuentro de culturas, desde estudios como el de Dussel (1988) con el complemento de Silié (1992), enmarcados en el principio diádico cultural de Abya Yala y América, y cómo los fenómenos de aculturación y abigarramiento dieron una definitiva base en la noción de colonialismo, como discute Quijano (2000).

Desde este abordaje, se complementa con un capítulo sobre identidad y territorialidad, con énfasis en la noción determinante de la otredad y la predominancia cultural, desde sustentos como el de Marcús (2011), para continuar con una consideración de la decolonialidad como alternativa sociológica arraigada en la política emergente y la disyuntiva entre la modernidad y la posmodernidad, según Mignolo y Gómez (2015), con una fijación fundamentada en la perspectiva de la racialización cultural y en secuencia con las ideas de Carmona (1998), quien aborda el concepto de la identidad desde el enfoque del desarrollo sostenible.

Para comprender el enlace sintagmático entre identidad y cultura, es necesario percibir su concepción dicotómica y que plantea una correspondencia para su clarificación, gracias al aporte de Giménez (2005). Esto, de modo semejante, se detalla en el reconocimiento de los grupos humanos tradicionalmente marginados en el contexto latinoamericano, como herencia de las prácticas coloniales, de acuerdo con el aporte de Margulis (1999), quien soslaya los fundamentos desde las nociones de clase, pobreza y marginalidad territorial, sopesados favorablemente con el aporte fundacional de González Casanova en 1979 para el espacio latinoamericano.

A partir del reconocimiento sistémico de la territorialidad, Barabas (2004) y Walsh (2005) aluden a la firmeza simbólica de la cultura para enmarcarse en los derechos territoriales indígenas, demostrando la necesidad de pensar la sociedad moderna en términos de ponderación del Estado pluriétnico e intercultural. Sin embargo, la denominación, como eje terminológico y discernido, cobra aún más importancia en el trabajo de Nicolás (2016), cuando designa la geo-etnización desde la orientación pragmática de las dimensiones de la pobreza en el tópico latinoamericano.

En el desarrollo, se inicia con una macroestructura sobre la problematización historicista de los sucesos de conquista y colonia en América, por medio de las discusiones sobre las disyuntivas diádicas descubrimiento-invasión y Abya Yala-América, para sopesar con el eje sistémico de la aculturación y el abigarramiento. Se prosigue con un diálogo sobre la identidad y la territorialidad, para lo que se estima necesario discernir entre la otredad y el influjo de la predominancia cultural, para finalizar con el análisis sobre la decolonialidad, como acepción emergente en los pueblos originarios y un sector significativo de la comunidad científica, en función del sostenimiento del sujeto posmoderno dentro del fenómeno de la racialización.

Desarrollo Dinámica historicista de la conquista y la colonia

Desde la discursividad que rodea a la noción del sujeto contemporáneo en América Latina, en autores referenciados como Aníbal Quijano, hay claves conceptuales que es necesario decodificar desde la perspectiva teórica y la revisión historiográfica que, habitualmente, se asocia con la perspectiva de la Conquista y la Colonia. Se ha extrapolado la mirada eurocéntrica y la de los pueblos históricamente oprimidos en el lado oeste del Atlántico. A continuación, se comparten algunas coordenadas que pretenden facilitar la perspectiva del hecho histórico, desde la noción de descubrimiento, el acto de nombrar el territorio y un debate entre el proceso de aculturación basado en el abigarramiento.

Descubrimiento o invasión de América

Desde el hecho que se erige como núcleo, 1492, se plantea una primera disyuntiva, pues supone un reto epistemológico y una responsabilidad sociológica el cómo nombrarlo, para no caer en la sacralización o, peor aún, en la romantización, que desenfunda, a primera vista, un gesto colonialista. Esta determinación está claramente soslayada ante la forma como se asume la historia; para este caso especial, la dinámica colonialista del eurocentrismo, desde la mirada de Quijano (2000), es históricamente imposible, pues el patrón con que se define tiene encumbrada la predeterminación de las relaciones antes del hecho histórico como tal, desde un escenario óntico, ahistórico o transhistórico.

Ante este dilema, Silié (1992) recomienda mirar con prevención la semántica estructuralista de las voces descubrimiento, invasión o encuentro de culturas, para fijarse en el suceso per se; deslindarse de los criterios moralizantes y enfocarse en los hechos que han configurado la identidad de lo que se denomina continente americano, toda vez que la cronología no responde necesariamente a la noción histórica. Sin embargo, frente a dicha precaución, es de considerar que el acto de nombrar suscita una partida que define la composición y orientación de lo que se nombra; en este caso, el concepto de descubrimiento, ampliamente extendido desde los textos divulgativos escolares hasta la escena científica más recatada, demuestra la necesidad de dilucidar planteamientos, lacras y aberraciones que robustecen el sentido identitario del ser americano:

El descubrimiento, la conquista y la colonización del Nuevo Mundo (como se suele describir todavía el acontecimiento y procesos posteriores) no tienen relevancia particular para la historia de América y de España —tal como lo construyó la historiografía y la conciencia nacionalista, tanto en uno como en otro lado del Atlántico—, sino fundamentalmente para la historia de la occidentalización del planeta, para la historia de una conciencia planetaria que va irrefutablemente unida a los procesos de colonización. (Mignolo y Gómez, 2015, p. 167)

Desde esta grieta, se deduce que los europeos que “descubrieron” a América llegaron para quitar un velo y evangelizar a los habitantes originarios de este continente; según Dussel (1988), designar el hecho con este lexema demuestra una interpretación encubridora, que cobija y oculta el acontecimiento. De tal modo, se plantea un paradigma diádico de descubrimiento vs. invasión, cuyos actores, respectivamente, son el europeo, quien mira desde arriba algo que se descubre, y el sujeto originario que interpreta el hecho desde abajo como una invasión. Esta perspectiva devela un sentido de, por un lado, la denominación, y por otro, la enajenación, lo que se apoya en el sentido de extrañeza radical de Todorov (1987).

Abya Yala y América, más allá del nombre

Entender historiográficamente a América como concepto integrador exige socavar el primer impacto de la llegada de los conquistadores españoles, como demuestra Colón en sus cartas de viaje y cronistas como Cabeza de Vaca y Fernández Oviedo, ante cuyos paisajes se generó una inefable perplejidad que demandó el desafío de describir el continente y de lo cual nació gran parte de la literatura (Álvarez-Galeano, 2022a); de ahí que la idea de Nuevo Mundo, si bien es discutible desde la empatía histórica con los habitantes prehispánicos, sí lo fue —en un sentido logicista— para los europeos. Empero, hay que considerar que la idea de un nuevo mundo, en una dirección pragmática, también lo fue para los indígenas, pues las dimensiones de la novedad fueron para ambos grupos; y es en este aspecto en que el colonialismo discursivo maneja una inclinación dominante: Abya Yala es el nuevo mundo para los europeos, pero Europa no lo es para los indígenas.

En este sentido, es perentorio considerar la denominación del espacio: el nombre América es la denominación que “debe” llevar ese nuevo mundo que fue “descubierto” por los europeos, pero Europa seguía siendo Europa, alentado, como menciona Quijano (2000), por el iluminismo del siglo XVIII que configura un eurocentrismo que entiende a una Europa preexistente. Trascendiendo lo anterior, hay que considerar que el territorio hoy llamado América no tuvo un nombre solidificado de parte de los habitantes originarios, por cuestiones de transporte dinámico, de integración y de intercambio, así como no cubrió una denominación abarcadora, salvo que cada cultura tenía su propia designación desde su visión autóctona.

Empero lo anterior, luego de la Colonia, en aras de la reivindicación decolonial, se ha extendido el concepto de Abya Yala, voz usada por pueblos indígenas del Darién (Panamá y Colombia), como Tierra vital o Tierra en plena madurez. Asimismo, esto supone un verdadero reto para ramas científicas como la etnología, por la sobreexposición de estas culturas ancestrales, por considerar, a raíz de esto, un campo menos favorable para el estudio (Pacheco, 2010), lo que supone una necesaria consideración de las ciencias sociales en la contemporaneidad.

Esta denominación trastoca la concepción tradicional y predominante de la geopolítica, pues los pueblos indígenas, dentro de este espacio denominado en clave decolonial como Abya Yala, piensan el mapa del sur arriba y el norte abajo; es decir, América Latina y África arriba, y Norteamérica y Europa abajo. Sin embargo, esta proyección es una resistencia improcedente y utópica más que pragmática desde la mirada occidental única y globalizada, por la primacía del mercado y la visión neoliberal, dentro de una construcción organizativa del sistema-mundo de la modernidad (Walsh, 2005).

Dicho término, si bien nace etimológicamente en el seno de un grupo indígena específico, fija un criterio simbólico y representativo de la resistencia global de los pueblos originarios al oponerse a la entidad semiótica “América”, según Porto-Gonçalves (2011), empleada por primera vez en 1507 por Martin Waldseemüller y subrayada en los siglos XVIII y XIX por las élites criollas e, incluso, por los sectores independentistas en contraposición a la dominación europea. Sin embargo, el término Abya Yala se ha sobrepuesto desde los 2000, inclusive sobre otros términos subyacentes de experiencias de mayor impacto expansionista como el incásico Tawantinsuyo, el mexica Anáhuac y el tupí-guaraní Pindorama, merced al empleo de eventos académicos y sociales que han abordado los principios de la decolonialidad con dicha denominación.

Aculturación y abigarramiento

Podría juzgarse de baladí el debate por el mero nombre de un territorio; sin embargo, la identidad, entendida desde el registro histórico y antropológico de las sociedades, tiene su fundamento en el principio de ¿cómo nos llamamos? Y es claro que la Conquista procedió en un proceso de aculturación, entendido como un proceso unidireccional de adaptación de la cultura dominada desde la economía, el credo, la filosofía y las costumbres frente a los registros impuestos de la cultura dominante (Pérez-Brignoli, 2017); en otras palabras, lo que sucedió en América, como registro de la dominación colonial, es la supremacía de un relato sobre otro. En este sentido, el abigarramiento cultural, que tiene como génesis la conquista y la colonia en América, plantea un reconocimiento del otro y, por ende, la confluencia o sincretismo de las otredades (Álvarez-Galeano, 2018).

No se trata del gesto literario de los cronistas, en la sempiterna elucubración de la leyenda rosa o la leyenda negra, sino del encuentro entre dos nuevos mundos y del cual emanaron manifestaciones que iniciaron con un abigarramiento, para alcanzar un sentido de lo que llamamos, en la modernidad, ser americano (Álvarez-Galeano, 2022b). Asimismo, este proceso implicó un aparataje en la invención americana apoyada en factores internos y externos, cuyo debate de la configuración organizativa se fijó en la segmentación inicial a una centralidad, como incorporación a una situación colonial, sujeta a un sistema político-administrativo (Pacheco, 2010).

Ante esta elaboración problémica, vale preguntarse: si no fue, en términos morales, un descubrimiento, entonces ¿cómo llamar al suceso? A propósito, O’ Gorman (1954) afirma que, desde la perspectiva global, no hay una institución que sustente el hecho ser de América, en un sentido semiológico, pues no hay un concepto acabado de esta. Por ende, esa permanente construcción supone que denotar la cabalgadura del americano no puede limitarse a una mirada reduccionista. Silié (1992), consciente de los procesos de dominación cultural, habla de un encuentro de culturas, y esto podría criticarse, si se considera el extendido mito de la hispanidad, fundamentado en los procesos violentos que le dieron origen; sin embargo, el autor explica que las sociedades asumen la divergencia como nuevas formas de reivindicación y cohesión civilizatoria, al no haber una retroactividad de los procesos históricos.

Hay que considerar que los procesos de aculturación y transculturación, para el caso americano, tienen antecedentes que se remiten a la anterioridad de la aventura hispánica, en un proceso de sincretismo que tuvo su base violenta, como es el caso del Tawantinsuyu (Rostworowsky, 2019), en ejemplos como el de los incas sobre los cañaris en el austro ecuatoriano, y que comparte un gesto al de las dominaciones culturales de la antigüedad: la tendencia de la expansión imperial. En este sentido, es menester considerar que las postulaciones epistemológicas en torno al concepto de América deben analizarse desde la perspectiva de quien supuestamente la descubrió y de quien no sabía, aparentemente, que había sido descubierta; en un inicio, “[l]a aparición de América en el seno de la Cultura Occidental no se explicaba de un modo satisfactorio pensando que había sido descubierta” (O’ Gorman, 1995, p. 9).

Este antecedente bosqueja un perfilamiento de lo que ha sucedido en 500 años, con realce en los periodos previos a la emancipación latinoamericana, desde finales del siglo XVIII hasta mediados del XIX. Este factor ha supuesto, a más de la revisión historiográfica, fijar parámetros cohesionados; así, se ha logrado en la actualidad que la comunidad científica y la escena sociopolítica alienten la necesidad de reconocer a las poblaciones nativas derechos de jurisdicción especial (Briones, 2002) e, incluso, en un marco de plurinacionalidad e interculturalidad (Walsh, 2005), como las experiencias ecuatoriana y boliviana, que han amparado constitucionalmente ambos vectores, pues es claro que el papel reivindicatorio del Estado, como garante democrático de los derechos de la colectividad, debe suponer un marco que estime la divergencia como plano de inclusión, que trasciende al concepto de territorio, como se verá en el siguiente apartado.

Identidad y territorialidad, desde la decolonialidad

Como se ha abundado en el parágrafo anterior, el encuentro cultural, llámese por invasión o descubrimiento, ha dispuesto la necesidad de entender los dos mundos desde un encabalgamiento epistémico que no debe ser ausente del hecho histórico, más allá del debate que suscite y excediendo la consideración enciclopédica. Este suceso trasciende, incluso, la asimilación territorial y plantea dos dinámicas y nociones de mundo que se asimilan entre sí, configurando una otredad integrada en una cultura basada en la diversidad (Álvarez-Galeano, 2018). Desde esta medida, se comparte a continuación algunas claves de comprensión epistemológica y problémica de la relación entre identidad y territorio, desde el caso americano.

Entre la otredad y la predominancia cultural

Se resume, de entrada, que la territorialidad no se limita a la mera extrapolación del adentro y del afuera de las configuraciones sociales; es decir, la exterioridad no se reduce a lo que se encuentra afuera de Occidente, sino, como afirman Mignolo y Gómez (2015), a una dicotomía de exterioridad interior y exterior, configurada en el enfisema de la resistencia y la oposición; verbigracia, el hecho de que el cumplimiento de los 500 años del suceso haya sido celebrado por España y algunos países de América, frente a lo que muchos movimientos indígenas y parte de la comunidad científica protestaron.

Adicionalmente, en la organización social, más allá de la noción de la territorialidad, se exige analizar cuál es la estructura sistemática que media en la heterogeneidad; a propósito, Quijano (2000) supone que “[l]a capacidad y la fuerza que le sirve a un grupo para imponerse a otros, no es sin embargo suficiente para articular heterogéneas historias en un orden estructural duradero. Ellas ciertamente producen la autoridad, en tanto que capacidad de coerción” (p. 349). En esta dirección, el predominio de un territorio —llamemos cultural—, si bien está definido por la divergencia de las costumbres y códigos de cada grupo, plantea una estructura de control hegemónico que no solo se basta de la imposición de unas prácticas sobre otras, sino desde la ontología y las relaciones. Esto se asocia con la dinámica entidad de la otredad como una correspondencia dialógica:

Uno puede descubrir a los otros en uno mismo, darse cuenta de que no somos una sustancia homogénea, y radicalmente extraña a todo lo que no es uno mismo: yo es otro. Pero los otros también son yos, sujetos como yo, que s[o]lo mi punto de vista, para el cual todos están allí y s[o]lo yo estoy aquí, separa y distingue verdaderamente de mí. Puedo concebir a esos otros como una abstracción, como una instancia de la configuración psíquica de todo individuo, como el Otro, el otro y otro en relación con el yo, o bien como un grupo social concreto al que nosotros no pertenecemos. [itálicas del autor] (Todorov, 1987, p. 13)

Dicho esto, la territorialidad, regida desde la configuración semiótica de la identidad, comprende la idea de que el hecho histórico en sí predefine una otredad centrada desde el colonialismo imperial (Briones, 2002), enarbolando una idea de aboriginalidad, como dinámica de deconstrucción de la condición de habitar un territorio que ya deja de ser propio para participar en una idea de posesión definida por la dominación cultural de un grupo sobre otro; es decir, la otredad está influida por la imposición de paradigmas socioculturales que constituyen una perspectiva de nación y, con esta, una mentalidad regida por una mixtura de nociones de mundo que están condicionadas por una de ellas, la dominante.

La diversidad, en este punto, como eje simbólico, se nutre entonces de la dicotomía entre el convenio dinámico y la referencia simbólica de los grupos humanos, apoyado en la interacción constante y construyendo la etnicidad. Toda esta derivación dispone una fenomenología sociológica sustentada en las concepciones de integración, asimilación e inserción, en función del equilibrio social (Carmona, 1998). Sin embargo, desde la óptica colonial, Barabas (2004) entiende que la segmentación histórica no solo surge de la imposición española, sino a partir de delimitaciones etnoterritoriales definidas en la fragmentación de algunos sectores indígenas.

En consonancia con esta aseveración, la identidad, incluso en la escena científica, exige el reto de trascender el esencialismo que tiende a atenuar el impacto discursivo de dicho término, por disposición desprevenida del constructivismo (Brubaker y Cooper, 2005), considerando que hablar de la identidad en singular expone el gesto restrictivo de la pluralidad y, en concepciones más amplias, en la forma como se asume la plurinacionalidad y la interculturalidad, toda vez que debe hablarse de identidades e, incluso, que no se supongan estas de manera fragmentaria, sino en una convivencia, como forma sólida y como cohesión política y civilizatoria en un régimen de derechos.

La concepción problémica de la identidad

El concepto de la identidad ha sido estudiada y debatida sobre todo en los países donde constitucional y políticamente más se ha dado el debate sobre la reivindicación social de los pueblos originarios con brechas ideológicas de por medio que han ensanchado la distancia del sentido pragmático y teleológico que merece. Según Brubaker y Cooper (2005), es un concepto incrustado en la política contemporánea y, si bien en la sociedad se debe prestar atención a dicho factor, no debe recaerse en su definición tradicional y categórica de “identidades”, como algo que se pretende y hasta se negocia. Inclusive, sostienen que “[c]onceptualizar todas las afinidades y filiaciones, todas las formas de pertenencia, todas las experiencias de comunalidad, conexión, y cohesión, las autocomprensiones y las autoidentificaciones nos hace cargar con un vocabulario poco específico, chato e indiferenciado” (p. 2).

Esta precaución no solo se limita al plano social, sino que trasciende a las ciencias humanas y sociales en que se inquiere no soltar la rienda al positivismo reduccionista, para no caer en anacronismos. Esto supone la necesidad de analizar la identidad como un constructo que excede lo terminológico, no como un mero problema de lenguaje, sino como una intersubjetividad que parte desde el razonamiento del individuo desde su esencia hasta su compenetración con la comunidad, sea o no desde un punto expresivo diferenciado. Generalmente, el núcleo distintivo de una identidad, como ejercicio pluralista, implica la determinación de la cultura en función de su organización en un escenario que compromete, de igual manera, el sentido de la otredad, como menciona Todorov (1987), cuando asume que, más allá de las determinaciones del suceso del descubrimiento, es el momento que marcó parte de la identidad presente.

Si bien el concepto de identidad tiene su antecedente inmediato y determinante en el siglo XX, tiene su apoyo en diversas ramas de la ciencia, marcando un principio transdisciplinario. Según Marcús (2011), tiene alto influjo del psicoanálisis y permeó la consideración del ser como sujeto contemporáneo dotado de razonamiento centrado y unificado que, posteriormente, trasciende el estadio individualista y participa de otros entes de significado semejantes, o sea un sujeto sociológico. Así, en el sentido de la modernidad, se configura desde la permanencia del sentido, mientras que en la posmodernidad apunta a la separación del conjunto colectivo.

Inicialmente, en los años setenta del siglo pasado, se inscribe una taxonomía que dota de un sentido discriminado y facilitó una sistematización categorizada del concepto, con vectores de fijación sociológica, que sumó a la consideración actual: primero, la categorización, que soslaya factores distintivos e identitarios desde los roles culturales; luego, la identificación, que se entiende como el papel de la asociación de los individuos con la colectividad; se sigue con la comparación, que sustrae el paralelo de una identidad frente a otra, y, finalmente, la distinción psicosocial, que consiente que cada persona goza de su propia identidad de manera divergente a la de otra (Tajfel et al., 1979).

Así, el paso del reconocimiento de la identidad desde el factor de unificación del individuo ha pasado a un escenario de reconocimiento dinámico y dialógico, reconstruyendo la forma en que se asume la otredad; es decir, no es estática. Respecto al caso de la racialización y la colonialidad, para los casos que ahora competen, hay un planteamiento que merece la atención desde la variable del presente estudio:

En el curso del despliegue de esas características del poder actual, se fueron configurando las nuevas identidades societales de la colonialidad, indios, negros, aceitunados, amarillos, blancos, mestizos y las geoculturales del colonialismo, como América, África, Lejano Oriente, Cercano Oriente (ambas últimas Asia, más tarde), Occidente o Europa (Europa Occidental después). (Quijano, 2000, p. 342)

Este antecedente presenta una diacronía ontológica en que cada uno de los grupos humanos históricamente dominados, como se muestra en el extracto anterior y con especificidad en el caso americano, no solo fueron oprimidos desde la modelación económica, la debacle del sentido cultural originario, sino desde la territorialidad, configurándose una nueva forma de asumir un territorio y, con este, la opresión de su cosmogonía: una especie de intersubjetividad basada en la transformación obligada de sus principios, por medio de una idealización eurocéntrica de los saberes, en una suerte de colonialismo social y ontológico.

Ante esta síntesis, Brubaker y Cooper (2005) mencionan que las diversas formas de dominación colonial se intentaron amalgamar territorialmente, pero con identificaciones impuestas que permean las relaciones actuales, en que los representantes de esos grupos dominados tuvieron que adaptarse a nuevas formas de afinidad y autocomprensión, con nuevas líneas políticas. De igual manera, Marcús (2011) apunta que la identidad, vista desde este escenario, definió una fluidez a partir de las relaciones humanas, dentro de unas constantes construcción y reconstrucción, mostrando que, pese a su origen claramente dominante, se sigue constituyendo como una entidad dinámica y en constante evolución.

Desde esta perspectiva, la relación entre la cultura y la identidad dispone una ligazón en los estudios sociales y plantea un reto epistémico en sus aseveraciones derivadas, pues sustenta la apropiación diversificada de los códigos aposentados en los grupos y comunidades, marcándose una frontera entre el nosotros y la otredad; por tanto, la identidad ubica una intersubjetividad cultural (Giménez, 2005), basada en conductas y registros diferenciadores que se disciernen en las costumbres, necesidades y trascendencias históricas particularizadas.

Lo latinoamericano, como sustrato de una identidad establecida entre el Río Grande y la Patagonia, presenta inicialmente la proyección homogénea como una personalidad social común, un sentir o una división territorial; sin embargo, Núñez (2008) previene que esta entidad o sostenimiento simbólico es mucho más complejo, pues nació en las luchas de Independencia como una forma de deslindarse culturalmente de España, pero ha supuesto la necesidad actual de comprender dentro de este escenario otras ópticas e identidades que no obligatoriamente responden monofónicamente a una globalidad. Por tanto, la identidad latinoamericana obedece también a una entidad epistémica que percibe otras dimensiones dentro de una macroestructura; es decir, no hay una forma indivisible de latinidad.

Dicho lo anterior, se expone que la territorialidad expone al tópico geográfico más allá de un concepto de hábitat y, para el caso cosmogónico de muchos pueblos y nacionalidades indígenas, sin el juicio de la posesión, sino como un espacio armónico y de desenvolvimiento de costumbres que determinan las condiciones de una identidad cultural; sin embargo, la identidad, al no ser un ente estático —como asumen los estudios de la posmodernidad—, trasciende a la esfera del diálogo inmaterial e intersubjetivo, a la convivencia entre las nociones de mundo y la fijación de expresiones que dinamizan la perspectiva de la diversidad y la divergencia; para lo que es necesario, desde la axiología, definir coordenadas sobre la decolonialidad, como se verá en el apartado contiguo.

Decolonialidad, como opción epistemológica emergente

La decolonialidad, como entidad epistémica contrapuesta al colonialismo, surge como un principio alternativo, con énfasis en el caso latinoamericano, como un concepto alimentador de los estudios étnicos de la modernidad. Plantea una alteridad analítica, basada en la axiología científica, para reponer, filosófica y pragmáticamente, la disposición colonialista hegemónica. Durante el siglo XIX, con el aliento de las luchas de emancipación, hubo una propulsión de rehuir la matriz colonial del poder, pero recayó en nuevas formas de segregación, desde las esferas económica, racial y nacionalista, por medio de perfiles de supremacismo y capitalización sistemática de la hegemonía. A continuación, se expone una elaboración analítica sobre los principios de resistencia a la neocolonialidad y un abordaje sobre la racialización cultural en la distensión de la posmodernidad.

Entre la resistencia y la neocolonialidad

Una de las visiones más recatadas del siglo XX fue la del filósofo francés Jean Paul Sartre, quien en 1965 reconoció que, si bien el colonialismo tendía a autodestruirse, seguía siendo una vergüenza para la sociedad, caricaturizando y burlándose de las leyes. Como parangón, con la dinámica eurocentrista de la cual se ha hablado en los anteriores parágrafos y que tiene su antecedente en la conquista y la colonia, en América Latina se extendió una disfunción de los derechos de los grupos oprimidos luego de las gestas de Independencia, hasta que desde finales del siglo pasado se concertó una dinámica de trabajo abarcador, desde las esferas política y académica, para problematizar dichos preceptos, con una disposición analítica, práctica y activa del sentir, el pensar y el hacer en clave decolonial.

A diferencia de la decolonialidad, la descolonización se entiende como un proceso de finalización de periodos de afincamiento del colonialismo en territorios, con énfasis predominante de Europa frente a lo que se denomina el sur global; sin embargo, esto no implica necesariamente el colonialismo cultural. A propósito, Mignolo (2007) habla de la poscolonialidad que, si bien está arraigada desde la contrariedad propuesta en la academia, supone la necesidad de ir más allá y trascender en disposiciones programáticas en el ámbito social y geopolítico. En el escenario que convoca, la decolonialidad surge con una proyección global y con antecedentes en la lucha de los grupos indígenas y algunos movimientos de resistencia social, hasta trasgredir a una organización participativa, como es el caso de la Confederación de Pueblos y Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) y el vértice brasileño del Movimiento de Trabajadores sin Tierra (MST).

Estas configuraciones surgen en contraposición a nuevas formas que se denominan neocolonialismo. Así, en la academia, la política y el planisferio social, más allá de los esfuerzos que incluso han apoyado heroicidades como las constituciones de Ecuador y Bolivia, según Brubaker y Cooper (2005) se ha erigido el principio de que los grupos étnicos son producto de la historia, más allá de los programas reivindicatorios que plantean una divergencia contrapuesta a identificaciones coloniales impuestas por la matriz del poder. Para Sartre (1965), el problema no estriba solamente entre la clase colonialista dominante sobre la que se denominaría colonializada, y es en este punto en que denomina el concepto de neocolonialismo, cuyos actores “[…] piensan que hay buenos colonos y colonos muy malos. [E]stos tienen la culpa de que se haya degradado la situación de las colonias” (p. 2).

En este sentido, la taxonomía de la resistencia de los pueblos originarios inquiere el reconocimiento sociológico de la colonialidad como eje problémico y la sustentación fenomenológica, pues esta, como menciona Briones (2002), atiende a factores que, si bien están determinados por contextos específicos, sigue obedeciendo a patrones exacerbados de estructuras construidas desde los planos políticos y económicos, definiendo una forma posmoderna de aboriginalidad, con bases culturales de distintividad racial y que, desde una óptica consecuente, se afirma desde el paradigma de dominación capitalista y neoliberal:

La colonialidad es uno de los elementos constitutivos y específicos del patrón mundial de poder capitalista. Se funda en la imposición de una clasificación racial/étnica de la población del mundo como piedra angular de dicho patrón de poder y opera en cada uno de los planos, ámbitos y dimensiones, materiales y subjetivas, de la existencia social cotidiana y a escala societal se origina y mundializa a partir de América. (Quijano, 2000, p. 342)

Es claro que, como muestra el fragmento, la racialización está determinada, en gran medida, por la forma dominante en que se ejerce la economía y la concepción del desarrollo, en términos de la precarización laboral, el empleo informal, la concentración de la riqueza (Álvarez-Galeano, 2023) y, por ende, la desigualdad: “las relaciones de dominación originadas en la experiencia colonial […] implicaban profundas relaciones de poder que, además, en aquel período estaban tan estrechamente ligadas a las formas de explotación del trabajo, que parecían ‘naturalmente’ asociadas entre sí” (Quijano, 2000, p. 360). De tal modo, se reconoce que el concepto segregador de la raza no es una cuestión estricta del color de piel, sino que atiende a otros parámetros que vulneran la equidad social y la cohesión civilizatoria, de ahí que se hable de neocolonialismo, como dinámica de gestación absolutista y discordante de la economía, generando división en nuevas formas que mantienen su vertiente en los antecedentes del colonialismo europeo en el sur global, con antecedentes como la mita, la encomienda y el latifundio.

Para 1975, González Casanova indica que Latinoamérica tiene un amplio sector que vive en condición entendida como colonial, especialmente indígenas y afros, por motivo de la predominancia capitalista, con su determinación opresora, dependiente, sobreexplotadora y, por consiguiente, discriminatoria, que ha fijado un modelo de marginación, frente a lo que ha habido un impulso de resistencia definida en su familiaridad cultural, la protección comunitaria y la búsqueda de alternativas a los dictámenes ideológicos, basados en los principios de nación y clase, lo cual integra diversas perspectivas que alientan una consideración identitaria aposentada en su defensa. De manera semejante, la noción de Estado Moderno, según Carmona (1998), exige superar la indigencia de poder que se construye en la idea de nación similar al de etnicidad, en tanto el Estado es una sistematización estructurada de los sujetos sociales.

Es común que en la política y los programas de campaña, sobre todo en países con esencia pluriétnica y multicultural, surjan cuadros y personalidades que prometan, en aras de adquirir el poder para sus propios intereses, proyectos supuestamente decoloniales, fulgurando un gesto claramente neocolonialista, por medio de un planteo de fórmulas de reivindicación, situación avizorada por Sartre (1965), para el caso de la colonización francesa en Argelia: “El neocolonialista es un necio que cree aún que se puede arreglar el sistema colonial, o un maligno que propone reformas porque sabe que son ineficaces” (pp. 8-9); de manera que, para el caso latinoamericano, que entra en la esfera geopolítica del sur global, se demanda que las reformas basadas en el principio decolonial se fragüen desde la esencia directa y activa de los grupos tradicionalmente excluidos; es decir, es poco probable —por no decir nulo— que las transformaciones provengan de fórmulas dispuestas por los grupos dominantes.

La racialización cultural del sujeto posmoderno

La correspondencia entre las identidades, como se ha hablado anteriormente, desde la perspectiva de los territorios, tiene como punto de confrontación epistémica la relación de las experiencias de la dicotomía colonialismo-colonialidad, que, según Quijano (2000), se han establecido en un marco fundamentado en las necesidades del capitalismo y, a su vez, demarcando las relaciones intersubjetivas bajo una hegemonía eurocéntrica, que es denominada tradicionalmente como modernidad. En este sentido, la visión social debería determinarse, con soslayo práctico, en la perspectiva descentralizada del sujeto posmoderno.

Las ideas de raza y etnicidad, por tanto, se basan en una ontologización de las divergencias, con los criterios de naturaleza y cultura, o sea grupos de personas biológica o socialmente relacionadas (Briones, 2002). Así, la descolonización, que tiene sus antecedentes en la Guerra Fría, suscribió un paradigma global de segregación en los estudios sociales, con términos como Tercer Mundo o Países no Alineados, con registros de racismo en la escena del conocimiento (Mignolo y Gómez, 2015), de modo que la tipificación con que el neoliberalismo categoriza los entes dominados se encuadran dentro de concepciones que, incluso, la sociedad del conocimiento suele nombrar, con la intención de problematizarla, pero logrando lo contrario, ensanchar la estereotipación, pues este se funda como un patrón actual de configuración de la sociedad, apostillado en la primacía de la economía y, por consiguiente, en su imposición cultural (Álvarez-Galeano, 2023), en este caso, alentando el patrón neocolonial hegemónico.

Bajo esta determinación, se infiere que el racismo, como entidad fenomenológica, ha inquirido la concentración de las organizaciones internacionales, basada en los derechos fundamentales en contra de la discriminación; así, la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas ha desvirtuado la aberración del pretexto supuestamente científico en que se amparaba el supremacismo: “la doctrina de la superioridad basada en diferenciación racial es científicamente falsa, moralmente condenable, socialmente injusta y peligrosa, y [...] nada en la teoría o en la práctica permite justificar, en ninguna parte, la discriminación racial” (ONU, 1965, p. 6).

De esta manera, se define que el factor biológico no solo se apoya en una lacra surgida en el seno de una tendencia de científicos, sino en un cotejo más amplificado de lo que se entiende como lo que es Europa y lo que no lo es: “En No-Europa habían sido impuestas identidades ‘raciales’ no-europeas o ‘no-blancas’. Pero ellas, como la edad o el género entre los ‘europeos’, corresponden a diferencias ‘naturales’ de poder entre ‘europeos’ y ‘no-europeos’ (Quijano, 2000, p. 366). De igual manera, el factor de la pobreza también dirige a un tipo de exclusión como herencia de la sociedad colonial en América Latina, en que lo vinculado con lo indígena, lo afro y lo mestizo afianzó el nexo entre la clase, la raza y lo religioso, destinando una concentración ideológica en lo corporal (Margulis, 1999).

Trascendiendo esta perspectiva, se podría hablar de neorracismo, como una forma sistemática de discriminación que escala del racismo clásico con base biológica al plano trasnacional. Se apoya, de acuerdo con Nicolás (2016), no una premisa de supremacía o aislamiento étnico, sino en la respuesta a las luchas reivindicatorias de los grupos tradicionalmente oprimidos en su lucha contra la predominación cultural y que da pie a un sentido de pertenencia cultural, por medio de dos dimensiones: la práctica, a través de expresiones como la reducción y el desprecio, y la teórica, gravitada en los discursos estigmatizadores de la alteridad, desde un oficio de la segregación.

En un sentido amplio, el racismo se funda desde las bases colonialistas, que, por un lado, tienen una perspectiva etnocéntrica de abordaje sobre la discriminación desde las prácticas socioculturales y, por otro, desde el discurso. En América, durante la conquista y la colonia, se intensifica la visión de la sangre limpia y del sistema de castas, con un apoyo legal; de ahí, se merece abundar sobre la necesidad de asumir la lucha contra el racismo desde una perspectiva primariamente axiológica y sustentar el aparataje legal como sustento legítimo de los Estados, más allá de los preceptos de la colonialidad moderna eurocéntrica, entendida por Quijano (2000), como “[…] una concepción de humanidad según la cual la población del mundo se diferenciaba en inferiores y superiores, irracionales y racionales, primitivos y civilizados, tradicionales y modernos” (pp. 343-344).

Lo anterior se sortea considerando que, ante la concepción tradicional de la mixtura y el mestizaje como formas de identidad abarcadora, es vital trascender a un ejercicio de interculturalidad, basada en la armonía justa de las divergencias. Y es justamente, como sostienen Mignolo y Gómez (2015), que la decolonialidad se suscribe desde una nueva forma de coherencia epistémica entre los órganos globales en competencia, más allá de un primer o tercer mundo; por consiguiente, el debate, más que semiótico, se apoya en una determinación democrática y abarcadora de los derechos dentro de una totalidad y no desde una decodificación segregadora.

Conclusiones

Respecto al objetivo y el eje problémico del estudio, se pretendió establecer una comprensión de la decolonialidad desde el ámbito sociocultural de Latinoamérica, como segmento significativo del sur global. Para iniciar, se pondera que la concepción de descubrimiento, para el suceso central, 1492, se ha extendido como una forma de atenuación establecida por la mirada eurocéntrica para nombrar un hecho que dio paso a un proceso de afincamiento de principios imperantes, basados en la dominación cultural, así como la designación de invasión se suscribe como denominación desde el sector emergente y con la idea decolonial; sin embargo, al hablar de encuentro de culturas, se socava la dinámica de establecimiento identitario de la divergencia, dentro de un régimen de convivencia intercultural, más allá del riesgo de asumirse como una entrada semántica que palía la conciencia sobre un evento fundacional que dio paso a un proceso ejemplar de la matriz colonial del poder, o sea una hispanidad romantizada.

En este sentido, se concluye que la visión historicista obnubila la secuencialidad cultural con que se ha sentido el precepto colonialista; por ende, es menester de la comunidad científica dilucidar los sofismas que han surgido del impacto social subsecuente, más allá de la mera cronología y dentro de un juicio de empatía histórica con los grupos tradicionalmente dominados en América, de ahí que la diadema Abya Yala-Europa haya permeado la extrapolación con que se conciben las intersubjetividades desde la conquista y trascendiendo la idea de una preexistencia o yuxtaposición de un escenario sobre otro.

El hecho de cómo llamarse, más que una fijación léxico-semántica, atiende la necesidad de analizar la unidireccionalidad que recaba en la fundación de un relato sobre otro, por medio de un abigarramiento mixturado que dio la imperiosa necesidad de arrogar la divergencia hasta la actualidad, en una suerte de establecimiento de otredades que no deben ser impuestas sino interrelacionadas dentro de una armonía cohesionada en la pluriculturalidad, la cual se explica en el diálogo de dos nuevos mundos que dieron nacimiento a una subyacencia sincrética y dinámica; esto, en definitiva, es en la modernidad el sentido de lo americano en permanente construcción.

El presente estudio, asimismo, permitió sintetizar el planteamiento de que la territorialidad no es un espacio geográfico, sino una amalgama entre la exterioridad y la interioridad que da paso a una forma adaptada de heterogeneidad confluyente en un escenario que podría llamarse, desde el factor identitario, territorio cultural, basado en las costumbres y códigos de cada pueblo o nacionalidad, desde una correspondencia dialógica y no impositiva, más allá del neto habitar un espacio que recae en la idea neocolonial de la aboriginalidad. Este panorama, a su vez, exige que la sociedad de la ciencia asuma la identidad más allá de la esencialidad y lo estático, y sin la fragmentación ideológica o política.

Adicionalmente, se concluye que el desafío de los estudios sociales es deslindar la anacrónica relación de las ideas colonialistas desde una perspectiva reduccionista y absoluta, sino abordarla desde una problematización fenomenológica apoyada en una transdisciplinariedad abarcadora, desde el núcleo del sujeto social que convive con otras nociones de mundo, no como una entidad estacionada, sino desde el dinamismo sociológico; es decir, reconstruir la decolonialidad desde la emoción, la palabra y la acción, no solo para América Latina, sino como posible réplica en todo el constructo del sur global, más allá de que cada contexto tiene su propia exigencia, no solo en términos de raza, sino también en uno de los mayores vicios, la desigualdad.

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